“Hitler estaba destruido, su rostro mostraba miedo y desconcierto”: cómo transcurrieron los últimos días del dictador nazi hace 80 años.

Casi a las 10:30 de la noche del 1 de mayo de 1945, la Radio de Hamburgo interrumpió la Séptima sinfonía de Anton Bruckner para transmitir un comunicado urgente:

“Desde el cuartel general informan que nuestro Führer, Adolf Hitler, luchando hasta su último aliento contra el bolchevismo, cayó esta tarde por Alemania”.

Esta noticia sobre la muerte del hombre que, según el diario The Times de Londres, representaba “el mal absoluto” para gran parte del mundo, se difundió rápidamente.

La BBC no tardó en replicarlo:

“Interrumpimos nuestra programación para traerles una noticia: la radio alemana acaba de anunciar que Hitler ha muerto. Repito: Hitler ha muerto”.

Con el tiempo se descubrió que el relato oficial nazi era falso. Hitler no murió el 1 de mayo ni pereció luchando: el 30 de abril, se suicidó de un disparo en su búnker subterráneo en Berlín.


En constante retirada

Los jardines destruidos de la Cancillería y el acceso al búnker de Hitler muestran cómo el escenario se deterioraba.
Desde 1944, la derrota de Alemania era inminente. La invasión aliada en Normandía, la liberación de Roma y el avance soviético hacia Berlín confirmaban el destino final.

Pese a todo, Hitler rehusaba rendirse. El historiador Harald Sandner relató a BBC Mundo que el 21 de noviembre de 1944 Hitler dejó su cuartel “Guarida del Lobo” en Polonia para dirigir desde Adlerhorst la ofensiva de las Ardenas. Tras el fracaso de esta última gran operación, el 16 de enero de 1945 regresó definitivamente a Berlín.

Desde el 24 de enero, Hitler dormía exclusivamente en el refugio subterráneo de la Cancillería. Para abril, con los soviéticos a las puertas de la ciudad y los bombardeos constantes, el líder nazi casi no emergía a la superficie, salvo breves apariciones el 20 de abril —día de su cumpleaños— y el 23, cuando fue fotografiado por última vez.

En el búnker, lo acompañaban su amante Eva Braun, su secretario Martin Bormann, el ministro de Propaganda Joseph Goebbels junto a su familia, asesores militares, secretarias y guardaespaldas.

La oficina de Hitler en el refugio era sobria y austera. Solo destacaba un retrato de Federico “el Grande” de Prusia, su ídolo personal.


Un sepulcro frío y hacinado

El Führerbunker, situado varios metros bajo la Cancillería, contaba con 30 habitaciones. Era sólido, frío y húmedo, con gruesos muros de cuatro metros. Un sistema de ventilación y generadores eléctricos aseguraban su funcionamiento.

No obstante, las condiciones eran penosas. Según la historiadora Caroline Sharples, el ambiente era claustrofóbico, ruidoso, maloliente y sin noción del paso del tiempo, debido a la luz artificial constante.

A las dificultades físicas se sumaba la desesperanza generalizada: todos sabían que la derrota era inevitable. Aun así, la rutina de Hitler apenas variaba: dormía hasta el mediodía, se reunía dos veces al día con sus generales, tomaba el té y prolongaba monólogos nocturnos con sus secretarias.


De contraofensivas a traiciones

El 21 de abril, Hitler ordenó lanzar una ofensiva para romper el cerco soviético, pero nadie se atrevió a decirle que apenas quedaban hombres, ni tanques ni artillería.

Cuando al día siguiente los soviéticos entraron en Berlín, Hitler, por primera vez, reconoció que todo estaba perdido:

“No puedo seguir. Mi sucesor se encargará”.

Pese a este reconocimiento, rechazó huir, a pesar de las advertencias de su arquitecto y ministro de Armamento, Albert Speer.

Poco después, Hermann Goering, designado sucesor en decretos de 1939 y 1941, le envió un telegrama para asumir el liderazgo. Hitler interpretó esto como una traición y ordenó su destitución inmediata.

Más tarde, se enteró de que Heinrich Himmler había intentado negociar con diplomáticos suecos. Se sintió traicionado nuevamente:

“Todos me han mentido, todos me han engañado”.


La última oportunidad de escapar

La aviadora Hanna Reitsch logró aterrizar cerca de la Cancillería entre el 26 y 27 de abril, ofreciéndole a Hitler una vía de escape. No obstante, él se negó: quería enfrentar su destino en Berlín, como jefe de Estado.

El asesinato brutal de Benito Mussolini y Clara Petacci, colgados en Milán el 28 de abril, reforzó su decisión de no caer vivo en manos enemigas.

El declive físico y mental de Hitler era evidente. Testigos como su guardaespaldas Johann Rattenhuber lo describieron como una figura destrozada, presa del miedo y la confusión, con síntomas agravados por el Parkinson y las drogas que consumía.

El 29 de abril, Hitler se casó con Eva Braun. Posteriormente dictó su testamento político y se despidió de su círculo cercano.

Aunque albergaba esperanzas de un milagro, como una insurrección urbana liderada por fanáticos nazis, esa posibilidad jamás se materializó.

En sus últimas palabras, culpó al pueblo alemán:

“El pueblo alemán no ha luchado heroicamente y merece perecer”.


El origen de los rumores

El 30 de abril, alrededor de las 15:30 horas, Hitler y Eva Braun se suicidaron. Ella ingirió cianuro y él se disparó en la cabeza. Sus guardaespaldas trasladaron sus cadáveres al jardín, los quemaron con gasolina para impedir que cayeran en manos soviéticas.

Hitler temía ser capturado y exhibido como un trofeo por los rusos. Pero también quería preservar su imagen mítica, esa figura “mesiánica” que construyó desde los años 20.

Aunque los soviéticos hallaron sus restos en mayo de 1945, optaron por sembrar dudas sobre su muerte, alimentando durante décadas teorías conspirativas sobre su supuesta fuga a Sudamérica.

Sin embargo, los expertos consideran imposible que un narcisista como Hitler hubiese soportado vivir oculto, aislado del poder y del reconocimiento público.

“Desde la perspectiva de Hitler, no tenía sentido vivir un día más fuera del poder”, concluyó el historiador Thomas Weber.