
Perú fue para Mario Vargas Llosa una “larga enfermedad incurable”, como él mismo definió en su obra. A pesar de haber vivido buena parte de su vida en ciudades como Madrid, París, Barcelona, Londres y Nueva York, el Nobel de Literatura decidió enfrentar sus últimos meses en Lima, la capital gris del país que marcó su vida con una relación intensa, llena de conflictos y heridas abiertas.
La noticia de que Vargas Llosa muriera en Perú fue significativa para sus compatriotas. Durante años, muchos de sus críticos más acérrimos —a menudo con cierto tono de mezquindad— intentaron desacreditar su voz política llamándolo “español” o insinuando que había dejado de ser peruano. Esto, a pesar de que el escritor, aunque adquirió la nacionalidad española en 1993, nunca renunció a su ciudadanía peruana, un año después del autogolpe de Alberto Fujimori.
Consciente de que su final se acercaba, Vargas Llosa emprendió en Lima una discreta y cuidadosamente planeada peregrinación por los escenarios más emblemáticos de su vida y de su literatura. Acompañado de su hijo Álvaro y apoyándose en un bastón, visitó rincones llenos de memorias, algunos ahora decadentes, pero que formaron parte esencial de su legado.
El recuerdo de “La Catedral”
Uno de esos lugares fue el antiguo bar “La Catedral”, protagonista central de su novela Conversación en La Catedral. A finales de noviembre de 2024, cinco meses antes de su muerte, Vargas Llosa se detuvo frente al oxidado portón que alguna vez dio la bienvenida a los clientes de este local, hoy desaparecido y convertido en depósito de chatarra.
El bar no era en realidad un espacio habitual para el joven escritor. Lejos de los círculos literarios de Lima, “La Catedral” era frecuentado por obreros y trabajadores. Vargas Llosa lo descubrió por casualidad en los años 50, tras rescatar a su perro Batuque de la perrera municipal, impactado por la violencia que presenció allí. Conmovido, se sentó en el primer lugar que encontró: ese bar, cuya atmósfera inspiraría más tarde la escena inicial de su gran novela.
Aunque apenas pisó “La Catedral” un par de veces, el lugar quedó inmortalizado en la literatura peruana. Hoy, el edificio está abandonado y sobre su fachada cuelga un cartel de “Se vende”. Su último dueño pedía 2 millones de dólares por la propiedad, soñando con construir allí un centro comercial llamado también “La Catedral”, aunque el deterioro y la inseguridad de la zona alejaron a los inversores.
Miraflores y los primeros amores
Vargas Llosa también regresó a Miraflores, el barrio de su infancia y juventud. Aunque el distrito ha cambiado profundamente, la quinta de la calle Porta donde vivió con sus abuelos aún sigue en pie. Miraflores, con su cercanía al mar y sus atardeceres, fue el escenario de sus primeras experiencias amorosas y sociales, capturadas en novelas como Travesuras de la niña mala y Los cachorros.
En octubre de 2024, Vargas Llosa asistió en privado a su última función teatral en el Teatro Marsano, también en Miraflores, acompañado solo por su familia. Allí presenció la adaptación de su novela ¿Quién mató a Palomino Molero?, aunque su deteriorada salud ya limitaba su comunicación.
Las calles de Miraflores evocaban recuerdos de juventud: sus primeros enamoramientos, como el de Teresita —inspiración para La ciudad y los perros— y sus idas al restaurante Gambrinus, donde disfrutaba de platos alemanes preparados por el abuelo del periodista Martín Riepl, autor de esta crónica.
La dualidad de Lima en su obra
La Lima de Vargas Llosa era también una ciudad de contrastes sociales, algo que plasmó en sus novelas. Mientras Miraflores representaba a la clase media alta, distritos como La Victoria y zonas marginales como el jirón Huatica mostraban una Lima de pobreza, prostitución y violencia. De hecho, los adolescentes de su “Barrio Alegre” dejaron de llamarlo así al descubrir que el mismo nombre era usado por los cronistas policiales para referirse al barrio rojo de Huatica.
En su juventud, Vargas Llosa —como su alter ego “El Poeta” en La ciudad y los perros— recorrió estos espacios en busca de experiencias vitales que luego nutrirían su ficción.
Un último recorrido literario
Durante sus últimos meses, Álvaro Vargas Llosa organizó visitas discretas para su padre a escenarios claves de sus novelas, como el penal de Lurigancho (referido en Historia de Mayta) y el violento barrio de Barrios Altos (inspiración para Cinco esquinas). Incluso recorrió la Quinta Heeren, escenario de su último libro, Le dedico mi silencio.
El Nobel, ya frágil y acompañado por enfermeros y su nieto Leandro, continuó registrando mentalmente cada detalle, como el reportero meticuloso que siempre fue. “Nunca dejó de ser reportero, incluso en sus novelas”, apunta su editor y biógrafo Sergio Vilela.
Para Vargas Llosa, era fundamental capturar la esencia de los lugares, la forma en que la luz caía en un determinado momento del día o los olores y sonidos que impregnaban un escenario. Solo así podía construir sus escenas con la autenticidad que caracteriza su obra.
¿Qué queda hoy de esa Lima?
Aunque muchos de los lugares descritos por Vargas Llosa han desaparecido o se han transformado, el tejido social que retrató —las tensiones, las desigualdades, la vitalidad de la vida urbana— sigue vigente en buena parte de la ciudad. Como sostiene el investigador José Rodríguez Pastor, la verdadera identidad limeña persiste más allá de su arquitectura: “La marginalidad y la composición social de muchos barrios sigue siendo la misma”.
En esos contrastes entre memoria, violencia, nostalgia y literatura, Mario Vargas Llosa dejó grabada para siempre la compleja relación que sostuvo con su tierra natal hasta el final de su vida.
